Fue el cansancio lo que hizo que me quedase dormida en
aquel viejo autobús que cogí para llegar a casa. En mitad de mi segundo sueño, noté
como alguien me empujaba suavemente a la vez que me decía “señorita, señorita,
despierte” repetidamente.
Me desperté de repente, con los ojos medio cerrados, pues
quería seguir durmiendo. El conductor me dijo que habíamos llegado a la última
parada del trayecto, por lo que, un poco avergonzada, me bajé del autobús.
Aquel autobús me había conducido a un barrio que, a
simple vista no me causó muy buena impresión y que desconocía por completo. Era
un barrio oscuro y apagado. Se podía apreciar en él la antigüedad y dejadez de sus
edificios y locales.
Conforme iba caminando, con el fin de encontrar una
parada de autobús para volver a casa, me iba dando la sensación de que en aquel
lugar no se vivía muy bien pues la poca gente que había en la calle no parecía
muy feliz.
Seguí caminando, y no hallaba la parada por ninguna
parte. De repente noté como una gota de agua cayó justo en mi nariz. Miré hacia
el cielo, y de un instante a otro, comenzó a llover con gran fuerza. Llovía y
llovía, y yo sin paraguas. Aquel día era, sin duda alguna, el menos oportuno
para perderse por un barrio así, porque, para colmo, hacía un frío que pelaba.
De repente mi cuerpo se llenó de felicidad y mis ojos se
iluminaron como dos focos. Por fin encontré la maldita parada que anduve buscando
horas y horas.
Tardé en regresar a casa ya que el autobús se retardó
bastante, creía que nunca llegaría.
Pero bueno, ahora aquí me encuentro, tumbada en mi cama
escribiendo en mi diario el horroroso día que he pasado hoy. Espero que no se
repita nunca más...